(Tomado de El País. América futura).
Chile tiene 6.435 kilómetros de costa. Por eso, en el país más largo y angosto del mundo, hablar de pesca es inevitable. Durante el 2021, las exportaciones totales del sector y la acuicultura sumaron más de 1.840 millones de dólares, un 4% más que el año anterior, según la Sociedad Nacional de Pesca (Sonapesca). Es la cuarta economía más potente de la nación. Y, sin embargo, hace casi una década, tras fuertes épocas de sobre explotación, las normas nacionales se recrudecieron. Desde entonces, el país sudamericano empezó a apostar por el máximo rendimiento sostenible, una forma de reconocer que los recursos no son infinitos y que la rentabilidad y la protección de la biodiversidad marina son compatibles.
En 2013, Chile se preocupó. Las aguas que venían explotando sin parar desde los 60 empezaron a encender todas las alarmas. Y varias poblaciones se redujeron como nunca antes. El caso del jurel fue, el más preocupante. “Chile hoy tiene asignado el 64% de las capturas mundiales que se administran en la Organización Regional de Pesca y, a partir de 2000, casi no había. Se sobreexplotó burdamente”. Ante ese escenario, el país apostó por recrudecer su legislación, adaptando requisitos internacionales -mucho más restrictivos que otras leyes de la región- e incluir la opinión científica.
Así, aprobaron una norma que se centraba en la pesca industrial, principalmente, y que permitía dos elementos claves de gobernanza que han sido un punto de inflexión en la paulatina recuperación de la costa chilena. Por una parte, se crearon comités científicos, responsables de asesorar sobre la cuota pesquera -cuánto y qué se puede pescar-. Y, por otro, le dieron forma a los comités de manejo, en el que participan todos los actores involucrados, desde las instituciones públicas, hasta las plantas de procesado y los propios pescadores. También se fomenta la fiscalización de las prácticas y los observadores a bordo.
Empezar a ver los frutos de la transición hacia la pesca sostenible es un proceso lento. Aunque Chile está a la avanzadilla de los países de la región, el 57% de sus pesquerías están sobreexplotadas o colapsadas. En 2012, este porcentaje era del 68%. Rodrigo Polanco, encargado de pesquerias del Marine Stewardship Council (MSC) en América Latina, se muestra optimista: “Cuando empiezas a hacer bien las cosas, tomará tiempo. Pasa lo mismo con la recuperación de las poblaciones más afectadas. No es automático. Pero de las 16 pesquerías mencionadas en las cifras oficiales, 10 están en los niveles deseables de biomasa en el agua. Lo más importante es observar cómo se han ido recuperando en el tiempo. Y el caso de Chile es notable”.
Los beneficios de la pesca responsable son infinitos. La búsqueda de métodos selectivos que no capturen indiscriminadamente, la protección de los juveniles y de especies amenazadas o sin valor comercial que justifique su pesca permiten mantener ecosistemas, dentro y fuera de los océanos, los principales capturadores de carbono. La falta de equilibrio bajo el mar, pone en jaque también la vida en la tierra. “La pesca de arrastre tiene un sinfín de elementos negativos sobre las poblaciones y la biomasa y esto es cosa de la industrial. Es cierto que no hay que romantizar la pesca artesanal, pero existe una mirada clasista al pensar que son ellos los únicos responsables del mercado irregular. Y esta tampoco trasciende solo a la captura, sucede durante los traslados…”.
Desde un punto medioambiental, la pesca ilegal es como hacerse trampas al solitario. Si ya es complejo hacer un “inventario” marino para saber cuándo se puede capturar y qué cantidad, un desajuste puede hacer que el proceso de recuperación sea más lento o prácticamente imposible.